venres, 7 de xuño de 2013

Minutos de libertad

Sácame de aquí”

Una petición clara que él no había podido rechazar, y para qué negarlo, él nunca había podido decirle no a ese par de ojitos. Tan soñadores, tan vivos, que habían encendido toda una habitación en mitad de una noche de tormenta.
Ay, aquellas noches abrazados... cómo las echaba de menos. Sobre todo después de pasar sus últimas noches en una camilla y una silla de plástico.
La había visto desgastarse entre aquellas paredes de color enfermizo. El mismo color que ella llevaba enganchado a la piel, fundiéndose con ella. Llevándose la sonrisa de la que se enamoró un día. Una sonrisa, un brillo en la mirada, mechones de pelo y parte de sus órganos... Operaciones de aquí a allá que, lejos de curarla y garantizarle años a su lado, le habían garantizado un distanciamiento que ni entre planetas existía. ¿Pero qué sonrisa podría reemplazar a la sonrisa más bonita del mundo?
Ella ya no le miraba. Asqueada por su aspecto, temerosa por lo que él pudiese encontrar en sus ojos, culpable por verlo allí encerrado y martirizado todos los días; postrado en una silla a su lado... Pero él no le soltó la mano en ningún momento. Ni siquiera cuando la sentó en aquella silla de ruedas y echó a correr con ella por todo el maldito hospital.
Recuerda perfectamente cómo en aquel momento ella rió, con desquicio pero rió. Con histeria, como el psicópata que ríe después de cometer un crimen. Pero cuando sus miradas volvieron a cruzarse sonrió, sonrió de verdad, sonrió tanto que sus mejillas podrían haber estallado en tiras de lo estiradas que estaban. Cubiertas de pecas. Las mismas pecas que él había visto cada mañana y cada noche al dormir y despertar.
Hacía ya cerca de dos años y medio de esas miradas furtivas, y él las seguía recordando como si el tiempo se hubiese detenido. Ambos sabían que no era sano, que ella se iría. Y él... él no podría impedir que se fuera.

Ilustración de Sophie Powell


Conduzco yo”

El joven asintió sin pensarlo un segundo y la ayudó a sentarse. Ella ya había alcanzado las llaves y escuchaba cómo el motor rugía como una pantera cuando él cerró la puerta. La sensación que experimentó era lo más placentero que había sentido desde que la suerte había decidido abandonarla para siempre.
Debí de haber sido muy mala persona en mi otra vida”, solía comentar ella siempre, con ese humor amargo que hacía que leves arrugas se formasen en la frente de él. Cuando ella bromeaba de esa forma le advertía que no estaba bien. Pero, ¿cómo pretendía que lo estuviese si después de tratamientos y operaciones, cada vez iba a peor? Sus días estaban contados, sin embargo, lo olvidó tan pronto como pisó el acelerador.
La adrenalina le recorrió las venas tan violentamente como el viento que le revolvió el pelo. Un grito de euforia salió de la garganta de la rubia y él la observó con una adoración que ni una cámara hubiese podido captar. La canción -cuyo nombre desconocía- que comenzaba a sonar en la radio, se convirtió en aquel instante en su canción favorita, y sabía que siempre le recordaría a ella. Que no podría olvidar ese momento, viéndola cantar y mover la mano en el aire, como si formase parte de una fiesta que solo ella sentía y vivía. Saboreando la misma libertad que se le había arrebatado de una forma tan injusta. Ya no volverían al hospital, ni a más tubos ni doctores. Quería verla así hasta su último suspiro.
Sonrió. Ella se sintió viva.


Ana Fagúndez 2º B




Ningún comentario: