“Sácame de aquí”
Una petición clara que él
no había podido rechazar, y para qué negarlo, él nunca había
podido decirle no a ese par
de ojitos. Tan soñadores, tan vivos, que habían encendido toda una
habitación en mitad de una noche de tormenta.
Ay,
aquellas noches abrazados... cómo las echaba de menos. Sobre todo
después de pasar sus últimas noches en una camilla y una silla de
plástico.
La
había visto desgastarse entre aquellas paredes de color enfermizo.
El mismo color que ella llevaba enganchado a la piel, fundiéndose
con ella. Llevándose la sonrisa de la que se enamoró un día. Una
sonrisa, un brillo en la mirada, mechones de pelo y parte de sus
órganos... Operaciones de aquí a allá que, lejos de curarla y
garantizarle años a su lado, le habían garantizado un
distanciamiento que ni entre planetas existía. ¿Pero qué sonrisa
podría reemplazar a la sonrisa más bonita del mundo?
Ella
ya no le miraba. Asqueada por su aspecto, temerosa por lo que él
pudiese encontrar en sus ojos, culpable por verlo allí encerrado y
martirizado todos los días; postrado en una silla a su lado... Pero
él no le soltó la mano en ningún momento. Ni siquiera cuando la
sentó en aquella silla de ruedas y echó a correr con ella por todo
el maldito hospital.
Recuerda
perfectamente cómo en aquel momento ella rió, con desquicio pero
rió. Con histeria, como el psicópata que ríe después de cometer
un crimen. Pero cuando sus miradas volvieron a cruzarse sonrió,
sonrió de verdad, sonrió tanto que sus mejillas podrían haber
estallado en tiras de lo estiradas que estaban. Cubiertas de pecas.
Las mismas pecas que él había visto cada mañana y cada noche al
dormir y despertar.
Hacía
ya cerca de dos años y medio de esas miradas furtivas, y él las
seguía recordando como si el tiempo se hubiese detenido. Ambos
sabían que no era sano, que ella se iría. Y él... él no podría
impedir que se fuera.
Ilustración de Sophie Powell
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“Conduzco yo”
El
joven asintió sin pensarlo un segundo y la ayudó a sentarse. Ella
ya había alcanzado las llaves y escuchaba cómo el motor rugía como
una pantera cuando él cerró la puerta. La sensación que
experimentó era lo más placentero que había sentido desde que la
suerte había decidido abandonarla para siempre.
“Debí
de haber sido muy mala persona en mi otra vida”, solía
comentar ella siempre, con ese humor amargo que hacía que leves
arrugas se formasen en la frente de él. Cuando ella bromeaba de esa
forma le advertía que no estaba bien. Pero, ¿cómo pretendía que
lo estuviese si después de tratamientos y operaciones, cada vez iba
a peor? Sus días estaban contados, sin embargo, lo olvidó tan
pronto como pisó el acelerador.
La
adrenalina le recorrió las venas tan violentamente como el viento
que le revolvió el pelo. Un grito de euforia salió de la garganta
de la rubia y él la observó con una adoración que ni una cámara
hubiese podido captar. La canción -cuyo nombre desconocía- que
comenzaba a sonar en la radio, se convirtió en aquel instante en su
canción favorita, y sabía que siempre le recordaría a ella. Que no
podría olvidar ese momento, viéndola cantar y mover la mano en el
aire, como si formase parte de una fiesta que solo ella sentía y
vivía. Saboreando la misma libertad que se le había arrebatado de
una forma tan injusta. Ya no volverían al hospital, ni a más tubos
ni doctores. Quería verla así hasta su último suspiro.
Sonrió.
Ella se sintió viva.
Ana Fagúndez 2º B
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